viernes, 2 de marzo de 2018

Arquitectura efímera

Tú, que te crees que sabes algo sobre cualquier cosa. Tú, que has asumido que en el conocimiento se encuentra tu fuerza y tu valor. Tú, que puedes dar tu opinión sobre lo lejano, lo absurdo y lo oscuro. Tú. Tú, o él, o aquel, o el que quieras. Me sirve el desconocido, me vale el amigo, me conformo con tu cuñado, con tu amiga que ha estado viviendo fuera, con el que ha venido de fuera y ahora es como de aquí. Con el convencido, con el huraño, con el Antonio, con el que te venga en gana. Tú. Tú mismo. Explícame el misterio.
Explícame cómo hemos llegado a esto. Cómo es que el mundo, que no deja de girar, el mundo, no se ha detenido ni un momento, en constante evolución, un planeta, un universo, los satélites, los meteoritos, las estrellas, los soles, el Sol, todo junto, revuelto, la luz que atraviesa el espacio a una velocidad que ni se me ocurre imaginar. Cómo puede ser que todo eso no encuentre relación con lo que mis ojos contemplaron. Cómo puede ser que no esté en consonancia con la supuesta armonía que un lejano creador, un Creador con mayúsculas, puede pergeñar. Pergeñar, convenir, hermético, clamoroso, palabras que no están en nuestra lengua, en nuestro idioma, palabras que son de otro idioma de otro tiempo.
Cómo es que todo eso no nos haya servido para nada. Para deambular por la vida y que todo se resuma en canciones con voz de muchos, con un bombo que nos permita saltar a ritmo. Cómo puede ser que cuando te haces una foto de esas que llaman selfie, no te des cuenta de que en esa foto no sale tu cerebro. No sale tu cerebro. Sale tu cabeza. Tu cabeza.
Tu cabeza delante de un trozo de cemento gris. Un mamotreto de cemento gris, con arcos, con una especie de canelón, de canalón, para que la lluvia baje por él, de otro tipo de cemento. Cemento gris, arquitectura de función, arquitectura con ánimo de cumplir. Un torreón con cemento al lado de una maravilla que vienen a visitar durante décadas millones de curiosos a los que les da igual ese pedazo de cemento.
Un pedazo de cemento cuyo misterio se me escapa. Mil años, dos mil años, veinte mil años de civilización. Domesticamos al perro, inventamos el chicle. Somos más de 9 millones de pensionistas, si nos ponemos de acuerdo, a este país le damos la vuelta.
Y de la misma manera que pensamos eso, podemos pensar que ese trozo de cemento gris pegoteado en mitad de la portalada de una iglesia cuyo misterio se encuentra en el detalle y no en el cemento, ese trozo, ese cacho, ese bollo de cemento, eso, es así.
Y si tiene que ser así, pues me felicito por la buena idea. Es vanguardia, seguro que lo es. No me voy a meter.
Todos podemos dejar de decir y empezar a hacer. Caminando por una carretera, todos juntos, llegados desde cualquier parte. No entendemos que son capaces de poner un trozo de cemento donde quieran. Discutiremos y no sabremos ni abrir unos quintos. Necesitamos su ayuda. Y ellos nos colocan trozos de cemento adrede. Con toda la mala idea.
No saben, quizás nosotros tampoco, que no vale para nada. Que es efímero. Espera.
Igual sí que lo saben. Y es una señal.

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