martes, 2 de enero de 2018

Comprando patatas con la Marquesa de Brünn

Pues si te pareció fuerte lo que me has contado, prepárate. El otro día estaba en casa y por distraerme quise salir a dar un paseo por la ciudad. Como sé que eso de distraerme es perder el tiempo, me busqué una excusa, miré la despensa y me fijé en que no tenía patatas. Así que con el objetivo cubierto, empecé a deambular. Bajando las escaleras del piso, a la altura del primero, la Marquesa de Brünn salía de su domicilio. Como siempre, iba elegantísima y le pregunté amablemente, tras saludarla, que a dónde iba. Me dijo que salía sin rumbo fijo, por que le diera un poco el aire. Había pasado unos días de mucho ajetreo con la familia y después de haber descansado un poco, le apetecía dar un paseo por la calle. Le pregunté si tendría inconveniente en acompañarme y aceptó muy complacida. No le expliqué el propósito de mi paseo hasta que ya estábamos caminando a unos metros del edificio. Me miró un tanto extrañada, como mira la Marquesa de Brünn cada vez que le propongo algún plan, pero siguió caminando. Tres calles más allá de nuestra residencia, se encontraba un pequeño colmado, regido por el viejo Orión Frischermann, que había estado cerrado por la muerte súbita de la esposa de este, la buena señora Karletta y ahora volvía a abrir. Junto al viejo Frischermann se había incorporado al negocio el hijo mayor, Oberon Frischermann. El colmado de los Frischermann era uno de mis destinos preferidos a la hora de deambular y recabar en algún lugar sin proponérmelo. De esos lugares a los que uno llega como cuando a la orilla de la playa llegan los plásticos y las medusas, o el sedimento de los ríos en los meandros. A veces no se saca nada de esos lugares, de la playa no se saca nada, pero de los sedimentos de los ríos se extrae lo que yo considero que es el germen de la civilización y del paso del hombre recolector al hombre... todo esto se lo iba contando a la Marquesa de Brünn y ella me miraba con esos ojos enormes que no expresaban ni aprobación ni desaprobación, ni agrado ni desagrado, nada. La Marquesa de Brünn de vez en cuando asentía y se paraba a mirar algún escaparate o a comprobar si su abrigo estaba suficientemente entallado. Poco a poco nos acercamos al colmado y entramos justo en el momento en el que más gente había de todo el día. Mediodía, lleno de personas del barrio que van a comprar algo para comer. En el colmado de los Frischermann encontraba uno de todo, patatas, botes de confitura, chocolates del mundo, fruta fresca, vinos de Alemania, licores portugueses, libros de texto de Argentina, diademas imperiales balinesas, cartones de tabaco andorrano, joyas catalanas, perros disecados de todas razas, fotografías firmadas por todos los hijos de puta del mundo, navajas mexicanas, cintas de vídeo de películas pornográficas rusas, abrigos de piel de conejo, discos en yiddish, carne de toro, carne de vaca, carne de ternera y carne de buey. La Marquesa de Brünn entró conmigo y se dirigió directamente a las patatas. Las había de muchas clases que ahora no sabría enumerar. Según el tipo de patata que compres podrás hacer unas cosas u otras, me dijo a mi espalda el viejo Frischermann mientras el joven Frischermann aconsejaba a unos obreros de la constricción sobre distintos tipos de correa llegados desde la lejana Uruguay. No tenía pensado qué hacer con aquellas patatas así que compré las que siempre compro, las patatas de piel fina, para freír. Nunca tengo claro si son esas o las otras. Las más oscuras. La Marquesa de Brünn toqueteó todas las patatas, pero no se pronunció por ninguna. Ya que estoy aquí, dijo, quizás me lleve un litro de vino alemán. El viejo Frischermann se lo despachó rápidamente, y yo pedí cuatro o cinco patatas de las más grandes. No consentí en hacer cuentas separadas e invité a la Marquesa de Brünn. Volvimos para casa cuchicheando sobre diversas personas conocidas que nos íbamos encontrando y así llegamos hasta nuestro edificio. Subimos juntos las escaleras y al llegar a su piso, le entregué su litro de vino y nos despedimos con dos besos de esos en las mejillas que no son besos pero sí mejillas. Como siempre me ocurre, ya una vez dentro de casa, me supo mal no invitar a subir a la Marquesa de Brünn e invitarla a comer. Igual las patatas le saben a poco, pensé. Pienso.

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