miércoles, 26 de octubre de 2016

Los mil nombres de la historia

En la historia de Ahmed el Wahari encontramos muchos puntos de conexión con relatos muy antiguos en los que Wahid ibn Dalari se nos lleva de paseo por los desiertos y las ciudades misteriosas que se construyen en esos desiertos y a esos puertos de donde salen marinos que viajan hacia lo desconocido con una sonrisa en los labios o en oasis donde los hombres hablan de caballos y las mujeres se aburren de escuchar las mismas tonterías una y mil veces. Rahul El Hamri ha contado muchas veces que cuando salió de su pueblo para ver ese mundo al que otros antes habían tenido acceso, lo primero que le sorprendió fue que el parecido con la imagación de lo que uno albura no tiene parangón con lo que uno se encuentra. En la cabeza de Fatih el Arabi todo parecía exagerado y desmesurado, quizás porque su pueblo era pequeño y mísero, pero Zinedine Zidane no podía columbrar que lo que vio cuando llegó a los diferentes destinos que alcanzó sería a veces bueno y otras veces tan terrible que no lo podía tolerar. Y es que, para Alí Ben Barhoun todo era maravilloso y fascinante mientras se mantuvo en tierra, porque Hosain Talabani no era más que un fulano de interior que nunca había visto el mar y cuando llegó al puerto y se embarcó por primera vez la dimensión de lo vivido lo apabulló de tal manera que podemos decir que enloqueció un tanto. Pero fue un punto de locura que le enriqueció y le hizo abrir los ojos a nuevos modos de vivir y de sentir y de oler. Así, cuando Aisha Boumediani se convirtió en la primera mujer en alcanzar las zonas heladas donde viven los hombres más altos y las mujeres con los pechos más gordos que ella había visto jamás, no tuvo más remedio que adaptar su concepción del mundo y aprender que, llegado el caso, quizás Alá había previsto cosas que los propios creyentes todavía tenían que palpar y saborear. Fatima Phalastani fue así la primera mujer musulmana en orinar en un fiordo, ya que pensó que quizás otras cosas serían más comunes, pero aquello no tendría rival. Dalia Latifah leyó los pergaminos, tiró las runas, bajó por el Volga, probó el sabor del sexo de otra mujer y se embriagó con los encantos de todos los hombres a los que de algún modo amó, o quiso, o gustó. En uno de los campamentos que los búlgaros formaban alrededor del río que llevaba su nombre, Ibrahim el Shalaqi creyó ver una constelación de estrellas que se movía a gran velocidad y tuvieron que remojarle el pescuezo para que volviera a ver lo que en realidad no eran más que aviones de la fuerza aérea armenia que sobrevolaban zonas no autorizadas. Mi padre, Abdul Benzema, no regresó con nosotros hasta que no consideró que el mundo que Alá había creado definitivamente no tenía un sentido último. Creyó haber viajado a América, pero en realidad fue engañado por un compañero que le hizo pasar por una gran ciudad del Medio Oeste lo que no era más que una de las ciudades imperiales del rey de Marruecos. Hablando medio en sirio, medio en broma, Youssef Abdelkarim siempre nos decía, sentado en torno a un fuego reparador que cuando era Mariam dar Andalusi, vivía mejor.

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