martes, 30 de agosto de 2016

Grandes Semblanzas IX: José Carlos Serafimovich Grushinsky

Buena parte de la vida de José Carlos Serafimovich Grushinsky fue una búsqueda de una respuesta. Nacido en Puertollano, provincia de Ciudad Real, fue de niño un despreocupado mancheguito más de los muchos que han poblado el ancho mundo. Tan despreocupado que nunca se extrañó de que, siendo sus padres Amelio Perlón Hellín y Encarnación Gámez Peragón, él llevase por su parte aquel nombre que remitía a extrañas tierras, Poco dado a hablar con otros compañeros de colegio, fue una de sus primeras amigas en el instituto, la bella Esther Rosenstein la que llamó la atención a José Carlos sobre su nombre. Hasta entonces, José Carlos, según manifestó a lo largo de su vida, había considerado que los hijos no tenían que heredar necesariamente el nombre de los padres. Sus propios padres tampoco le explicaron jamás nada, simplemente consideraron que él ya se daría cuenta de lo que pasaba. Lo que para ellos era evidente, sin embargo fue preocupando a José Carlos paulatinamente. Esther Rosenstein fue el detonante. Aquel día, mientras pasaban lista, Esther se dio cuenta de que el nombre de José Carlos presentaba unas características parecidas al suyo. Sin embargo, ella era hija de unos inmigrantes argentinos que se habían instalado en Puertollano para trabajar en la industria petrolera y tenía cierto sentido. Pensaba que José Carlos también... pero no era así. Hablando y hablando con Esther, fue dándose cuenta de que su infancia había sido un mar de silencio y que sus padres le debían una explicación. Así, aquel mismo día fue a su casa y mientras su madre preparaba un salmorejo hizo la pregunta. ¿Quién soy?
Su madre, que no esperaba la pregunta, le dijo que esperase a que llegase su padre y que ayudara a poner la mesa. Así lo hizo y cuando llegó su padre hizo la misma pregunta ¿Quién soy?
Amelio Perlón le explicó la historia que ya sabía, la de su infancia y muy vagamente la de su propia familia. Los Perlón, los Hellín, los Gámez y los Peragón. Abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... todo eso que puede hacer infinitamente amena cualquier reunión familiar. Sin embargo, ni una respuesta al hecho de que él llevase aquellos apellidos que sonaban a Rusia. Ni una sola referencia a Rusia, a nada estepario, a una pequeña aldea poblada por mujiks, a un pogromo que obligase a la familia a emigrar, nada.
Aquella conversación fue quizás la más extensa que José Carlos tuvo con sus padres jamás. Cuando llegó al hora de marchar a la Universidad juró y perjuró que investigaría el origen de su nombre. Miró de nuevo su libro de familia, su parte de bautismo, el registro, todo. Se cercioró en la maternidad de qué él era él. Que no había habido ningún error. Si todo era correcto qué había pasado.
Fue a la embajada rusa. Preguntó por la presencia de algún Grushinky en la zona de Puertollano. La embajada rusa le dijo que no podían dar ese tipo de información. De todas maneras, le dijeron, mírese en un espejo. Es usted la viva imagen de Kaganovich. José Carlos no sabía de quién hablaban y en la embajada rusa le proporcionaron un libro con fotografías de los revolucionarios rusos más conocidos y allí estaba. Era exactamente como él. Ya tenía una pista.
Preguntó a su madre, un día que fue a comer de visita a Puertollano por si acaso había tenido algún desliz... no terminó de formular aquella hipótesis que su madre ya le había cruzado la cara. Su padre cuando se enteró le dió otro bofetón manchego completamente autóctono para que se enterase.
Así que, cuando terminó su carrera de Ingeniería, partió hacia Rusia con el objetivo de saber.
Según Esther Rosenstein, que no perdió nunca el contacto con él, las pesquisas de José Carlos le llevaron a recorrer ese inmenso país así como algunas de las repúblicas exsoviéticas de manera ciertamente infructuosa. Allá donde cuenta su historia, las gentes quedan asombradas. De hecho, se ha convertido en una pequeña celebridad en la vida cultural rusa y bielorrusa, ya que muchos consideran que su historia es una invención, pero una invención muy atractiva. Un nombre que no corresponde, alguien que no es.
Finalmente, fue en Rusia donde encontró el amor. Y, pásmense, lo hizo en un hogar de descendientes de antiguos niños de la guerra, donde fue, nuevamente a contar su historia. Allí, Natascha Peragón Perlón, se convirtió en su guía, nació el amor y José Carlos decidió establecerse en un barrio residencial de Moscú encontrando trabajo como empleado de la casa Campsa en Rusia. Todos los días, dedicó hasta su muerte una parte de su tiempo a intentar resolver el enigma.
Un enigma que cuando murió a la edad de 74 años, quedó en el olvido. La hija de José Carlos y Natascha, Yulia Iosipovna al parecer descubrió la verdad pero no se la quiso comunicar a nadie. Incluso se comenta que la propia Yulia Iosipovna habría comentado que realmente el misterio de José Carlos Serafimovich Grushinsky en realidad jamás habría existido.

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