martes, 1 de septiembre de 2015

Desencuentro artístico

Si no fuera por estos momentos... en fin. Encontramos en la obra de Felisio Van de Tender un pasaje que, si no viene muy al pelo, tampoco hace daño leer. Aparece en su novelón 'Dos mil trescientos años de historia de la familia Kljimsters', título a todas luces exagerado, pero que es resultón y siempre hay alguien que pica. Bueno, eso. Los momentos.
'Me contaba mi padre que en si tiempo le gustaba ir con mi madre a los campos de Renattefeld a tocar la guitarra. Se preparaban un pequeño repertorio, mi padre cogía la guitarra y mi madre iba afinando por el camino. Sentados en un árbol, gustaban de pasar la tarde cantando canciones y llamando la atención de los que iban a pasar el día en aquellos contornos. Los campos de Renattefeld eran, en aquel tiempo, un espacio elegido por parejas, amigos, grupos, gente ociosa en definitiva, que no tenían nada mejor que hacer que respirar, contemplar las nubes y escuchar lo que alguien a poder ser interesante, tuviera que decir. Mi padre y mi madre se plantaban debajo de un árbol y amenizaban esas jornadas con canciones diversas. Mi padre se tenía por un muy buen tocador, siempre contaba que había aprendido a tocar con un maestro español que se había quedado en nuestra tierra una vez que el Ejército del Duque de Alba se retiró, pero a nosotros no nos cuadraban las fechas. Mi padre siempre fue muy fantasioso. El caso es que, ciertamente, tocaba muy bien y las pocas veces que pudimos disfrutar de su arte, quedábamos extasiados con su técnica y sentimiento. Mi madre, por su parte... cantaba con una voz un tanto peculiar. Aquejada por una extraña enfermedad de infancia, unos pólipos o granos o quién sabe qué, afectaron a su voz, dándole un toque rugoso, áspero, como de lija, que no cuadraba con el fino tacto de mi padre en el rasgueo. Sin embargo, algo tenía mi madre, en su apostura, en su forma de interpretar, que cautivaba a los que la escuchaban. No tenía buena voz, cierto, pero lo suplía con otras dotes.
Una tarde, mi padre comenzó a tocar una pieza que estaba de moda. Hablaba de un cazador que queda extasiado ante una cierva preciosa a la que no puede matar. A mi madre esa canción le resultaba cursi y afectada. No le gustaba. Pero mi padre, al que no puedo calificar sin ruborizarme como melindroso, era muy partidario de esas historias edulcorantes. Aquella tarde, con los campos de Renattefeld llenos de gente y con muchos espectadores delante, mi madre se negó a cantar. Mi padre nunca nos quiso decir porqué precisamente fue aquella tarde, con aquella canción, pero sucedió. Primero le pidió que cambiase la canción, que tocase otra. Mi padre la miró con displicencia y siguió tocando. Luego mi madre le dijo 'Lissius, para'. Y Lissius, mi padre, no paró, mirando a mi madre como si fuese una niña a la que no hay que hacer caso y a la que hubiera que meter en la recta vía. 'Lissius...'. Fue lo último que escuchó mi padre. Mi madre se levantó y se fue. Mi padre, en principio, lo consideró un desplante a tener en cuenta y siguió tocando, incluso entonando él la canción, ante la mirada sorprendida de los espectadores que veían alejarse a mi madre sin que esta tuviera idea de volver. No volvió. Mi padre nos sacó adelante trabajando en el muelle. No cogía la guitarra casi nunca. Hace unos pocos días, alguien, en una taberna de Delft, mientras comíamos un estofado, me comentó que mi voz, como la de un reno asfixiándose, le recordaba a la de una cantante que hizo fama en los salones de la corte de Brandenburgo con una canción sobre una sorprendente cierva que embiste a un cazador hasta matarlo mientras este, sorprendido... Era mi madre, seguro, pero le dije que no sabía de qué estaba hablando'.

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