martes, 30 de junio de 2015

Gorteza

Por ir zanjando temas. Rípodas vuelve a su casa caminando desde la estación. El cielo es un desastre. El cielo de su ciudad está absolutamente enloquecido. Loco y enloquecido. El cielo de su ciudad se parece a Villastanza de Llorera, tal y como le ha susurrado esa mujer misteriosa y más guapa de lo que se puede describir y ya comprenderán que no es posible describir a una persona tan guapa todos los días sin caer en el tópico y no vamos a ser nosotros los que lo hagamos. Nosotros. Yo. El cielo de Villastanza de Llorera en su ciudad. Una Aurora Boreal sucediendo a una hora determinada en un punto en el que no debería. Una Aurora Boreal que solo puede ver Rípodas. Una Aurora Boreal que se está formando justo por encima de su cabeza, mientas el resto del mundo, el resto de sus conciudadanos, parecen no enterarse de nada. Es que no se están enterando de nada. No lo ven. Rípodas es consciente de que, si el resto del mundo no ve nada, es que él también está loco. Ya son dos. El cielo y él. Pero el cielo no es. El cielo está ensangrentado, gangrenado, tiene un moratón enorme, se ha abierto y no se tapa la hemorragia. El cielo ha caído en un trance por el que se está yendo por la pata abajo. El cielo se está cagando vivo. El cielo está desaciéndose de lo que le sobra. El cielo se va. Se acuerda Rípodas de Aurora, aquella chica que fue su novia. Aurora nunca le quiso dar besos. Aurora era una chica muy normal, una chica que no tenía nada especial, pero a Rípodas le gustaba estar con ella. A Aurora no le gustaba estar con Rípodas, porque Rípodas estaba loco. Aurora lo sabía. Rípodas vuelve a casa y el cielo se está muriendo vivo. Vívamente. El cielo de su ciudad pierde por completo todo el sentido. El cielo está tan chungo que la voz de Mirta ya no suena en su cabeza. Por un momento, Rípodas siente que tiene solución. Que podría volver a buscar a Aurora, se encuentre donde se encuentre. Que sin la voz de Mirta en su cabeza, todo puede ser normal. Que nadie sabrá nunca que mató al peluquero. En una esquina hay una mujer tocando un piano eléctrico. Mientras el cielo de la ciudad se está haciendo cisco, esa mujer interpreta una pieza de Mozart. De Mozart, mismo. Rípodas se queda encantado mirando a esa mujer interpretar una delicada pieza de piano en mitad de la calle. Le parece normal. Si mira hacia arriba y el cielo está trinchado y supurando de todo, qué hay de extraño en una mujer interpretando a Mozart con un piano eléctrico en plena calle. Rípodas la mira y cierra los ojos. No cae en la cuenta de que se ha parado en mitad de la calle y que el tráfico continúa. Y le podría atropellar un tranvía, una motocicleta, una bicicleta plegable, una furgoneta indestructible, un camión, pero es un utilitario japonés recién comprado con un novato conductor al volante que, nervioso al ser sus primeros pasos, kilómetros, por esas calles de Dios, no se percata de que una persona está haciendo el idiota en mitad de la calle, mirando una esquina vacía, pensando que en esa esquina vacía hay una mujer tocando el piano y lo embiste. Embiste a Rípodas y éste no se entera, piensa que todavía está oyendo la pieza de Mozart y se eleva por el cielo y es capaz de tocar con la punta de los dedos el cielo, el cielo que se está hundiendo sobre todo lo conocido, y Rípodas cae al suelo y la gente se arracima a su alrededor y le preguntan cómo está y él contesta completamente lúcido que está muy bien, que es otra persona, que no volverá a matar a nadie, que quiere ver a Aurora. Y una gota de sangre le cae por la frente y él piensa que es el cielo, que llueve sangre y no es el cielo, que es él, que se está muriendo. Pero todavía va a tardar en morirse, que no es tan fácil todo como parece.

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